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Viva Cristo Rey

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viernes, 9 de octubre de 2020

 

La Cuestión Judía.


Carta Encíclica de Su Santidad el Papa Benedicto XIV

tomada del libro ''El Judío en el Misterio de la Historia'' del P. Julio Meinvielle, que aconsejamos acaloradamente su lectura.


Reproducimos en apéndice el último documento de la Cátedra Romana sobre la cuestión judía, publicado en los albores mismos del mundo moderno propiamente tal, pocos años antes de que los judíos se apoderaran del control de la sociedad cristiana, cosa que, como es sabido, tuvo lugar en la Revolución Francesa. El sabio Pontífice Benedicto XIV hace en ella un examen breve, pero lúcido, de la grandeza y miseria del pueblo Judío, resumen que, para su desgracia, debían olvidar los pueblos cristianos. Después, cuando los judíos se convirtieron en amos de los pueblos cristianos y confinaron a la Iglesia en los ghettos, ya no consideraron posible ni conveniente hablar. Los pueblos descristianizados no podían entender con inteligencia sobrenatural este misterio de la Historia, que es el pueblo judío. Sin embargo, los pueblos debían soportar este misterio padeciendo las penurias sin cuento que con el capitalismo, el liberalismo, el socialismo, el comunismo y hoy el sionismo, les habría de infligir el pueblo judío.

Carta Encíclica del Papa Benedicto XIV(1) a los Arzobispos y Obispos de Polonia, referente a lo que está prohibido a los judíos residentes en las mismas ciudades y distritos que los cristianos (2).

 

Venerables Hermanos:

Salud y Bendición Apostólica.

Mediante la gran bondad de Dios fueron colocados los cimientos de nuestra Santa Religión Católica por primera vez en Polonia hacia fines del siglo décimo, bajo Nuestro Predecesor León VIII, gracias a la celosa actividad del duque Mieceslas y su cristiana esposa, Dambrowska. Así lo aprendemos de Dlugoss, autor de vuestros Anales (Libro II, página 94). Desde entonces, la nación polaca, siempre piadosa y devota, se ha mantenido inalterable en su fidelidad a la santa religión adoptada por ella, y se ha apartado con aversión de cualquier clase de secta. Así, aunque las sectas no han ahorrado esfuerzos para encontrar un apoyo en el reino a fin de esparcir en él las semillas de sus errores, herejías y perversas opiniones, los polacos sólo han resistido cada vez más adicta y vigorosamente tales esfuerzos y han dado aún más abundantes muestras de su fidelidad.

Tomemos algunos ejemplos de esta fidelidad. Debemos mencionar, en primer lugar, una que puede considerarse como peculiarmente apropiada para nuestro propósito, y que es en mucho la más importante. Es el espectáculo no sólo de la gloriosa memoria, guardada como reliquia en el sagrado calendario de la Iglesia, de los mártires, confesores, vírgenes, hombres notables por su eminente santidad, que nacieron, se educaron y murieron en el reino de Polonia, sino también de la celebración en el mismo reino de muchos concilios y sínodos que fueron llevados a feliz término. Gracias a la labor de estas asambleas se ganó una resplandeciente y gloriosa victoria sobre los luteranos, que habían probado todas las formas y maneras para obtener una entrada y asegurarse una base en este reino. Está, por ejemplo, el gran Concilio de Petrikau (Piotrkov), que tuvo lugar durante el Pontificado de Nuestro ilustre Predecesor y conciudadano Gregorio XIII(3), bajo la presidencia de Lipomanus, Obispo de Verona y Nuncio Apostólico. En este Concilio, para la gran gloria de Dios, se proscribió y excluyó definitivamente de entre los principios que gobiernan la vida pública del reino el principio de la "Libertad de Conciencia". Luego está el substancial volumen de las Constituciones de los Sínodos de la Provincia de Gnesen. En estas Constituciones se encomendó la escritura de todas las sabias y útiles promulgaciones y provisiones de los Obispos polacos para la completa preservación de la vida católica de sus greyes de la contaminación por la perfidia judía. éstas se redactaron en vista del hecho de que las condiciones de la época exigían que cristianos y judíos habitaran juntos en las mismas ciudades y poblaciones. Todo esto muestra, sin duda, clara y plenamente, qué gloria (como Nos ya dijimos) ha ganado para sí la nación polaca preservando inviolada e intacta la santa religión que sus antepasados abrazaron hace tantos siglos.

De los muchos puntos que acabamos de hacer mención, no existe ninguno que Nos sintamos que debamos quejarnos. excepto del último. Pero referente a este punto Nos vemos forzados a exclamar sollozantes: "¡Cómo se ennegreció el oro!" (Lamentaciones, Jer. IV, I). Para ser breves: de personas responsables cuyo testimonio merece crédito y que están bien enteradas del estado de los asuntos en Polonia, y de gentes que viven en el reino, que por su celo religioso han hecho llegar sus quejas a Nos y a la Santa Sede, hemos tenido conocimiento de los siguientes hechos. El número de judíos ha aumentado grandemente allí. Así, ciertas localidades, villas y ciudades que estaban antiguamente rodeadas de espléndidas murallas (cuyas ruinas son testimonio del hecho), y que estaban habitadas por un gran número de cristianos, como vemos en las viejas listas y registros todavía existentes, están ahora mal cuidadas y sucias, pobladas por gran número de judíos y casi despojadas de cristianos. Además, hay en el mismo reino un cierto número de parroquias en las cuales la población católica ha disminuido considerablemente. La consecuencia es que la renta procedente de tales parroquias ha mermado tan grandemente, que están en inminente peligro de quedarse sin sacerdotes. Además, todo el comercio de artículos de uso general, tales como licores y aun el vino, están también en las manos de los judíos; se les permite encargarse de la administración de los fondos públicos; se han hecho arrendatarios de posadas y granjas, y han adquirido haciendas de tierras. Por todos estos medios, han adquirido derechos de dueño sobre desgraciados cultivadores del suelo, cristianos, y no sólo usan su poder de una manera inhumana y sin corazón, imponiendo severas y dolorosas labores a los cristianos, obligándolos a llevar cargas excesivas, sino que, en adición, les infligen castigo corporal tal como golpes y heridas. De aquí que estos infelices están en el mismo estado de sujeción a un judío que los esclavos a la caprichosa autoridad de su amo. Es cierto que, al infligir castigo, los judíos están obligados a recurrir a un funcionario cristiano a quien está confiada esta función. Pero, como que este funcionario está obligado a obedecer los mandatos del amo judío, para no verse él mismo privado de su oficio, las tiránicas órdenes del judío deben ser cumplidas.

Hemos dicho que la administración de fondos públicos y el arriendo de posadas, haciendas y granjas han caído en las manos de los judíos, para grande y diversa desventaja de los cristianos. Pero debemos también aludir a otras monstruosas anomalías, y veremos, si las examinamos cuidadosamente, que son capaces de originar aún mayores males y más extensa ruina que las que ya hemos mencionado. Es una cuestión cargada de muy grandes y graves consecuencias que los judíos sean admitidos en las casas de la nobleza con una capacidad doméstica y económica para ocupar el puesto de mayordomo. De este modo, ellos viven en términos de intimidad familiar bajo el mismo techo con cristianos, y les tratan continuamente de una manera despectiva, mostrando abiertamente su desprecio. En ciudades y otros lugares puede verse a los judíos en todas partes en medio de los cristianos; y lo que es aún más lamentable, los judíos no temen lo más mínimo tener cristianos de ambos sexos en sus casas agregados a su servicio. De nuevo, ya que los judíos se ocupan mucho de asuntos comerciales, amasan enormes sumas de dinero de estas actividades, y proceden sistemáticamente a despojar a los cristianos de sus bienes y posesiones por medio de sus exacciones usurarias. Aunque al mismo tiempo ellos piden prestadas sumas de dinero de los cristianos a un nivel de interés inmoderadamente alto, para el pago de las cuales sus sinagogas sirven de garantía, no obstante sus razones para actuar así son fácilmente visibles. Primero de todo, obtienen dinero de los cristianos que usan en el comercio, haciendo así suficiente provecho para pagar el interés convenido, y al mismo tiempo incrementan su propio poder. En segundo lugar, ganan tantos protectores de sus Sinagogas y de sus personas como acreedores tienen.

El famoso monje Radulphus, en tiempos pasados; se sintió transportado por su celo excesivo, y era tan hostil a los judíos, que en el siglo XII atravesó Francia y Alemania predicando contra ellos como enemigos de nuestra santa religión, y acabó incitando a los cristianos a barrerlos completamente. A consecuencia de su celo intemperado gran número de judíos fueron sacrificados. Uno se pregunta qué haría o diría aquel monje si estuviera hoy vivo y viera lo que está ocurriendo en Polonia. El gran San Bernardo -se opuso a los desenfrenados excesos del frenesí de Radulphus y, en su carta 363, escribió al clero y pueblo de la Francia Oriental como sigue:

"Los judíos no deben ser perseguidos; no deben ser sacrificados o cazados como animales salvajes. Ved lo que las Escrituras dicen acerca de ellos. Sé lo que está profetizado acerca de los judíos en el Salmo: "El Señor -dice la Iglesia- me ha revelado Su voluntad sobre mis enemigos: No les mates, para que mi pueblo no se vuelva olvidadizo». Ellos son, por cierto, los signos vivientes que nos recuerdan la Pasión del Salvador. Además, han sido dispersados por todo el mundo, para que mientras paguen la culpa de tan gran crimen, puedan ser testigos de nuestra Redención".

Otra vez, en su carta 365, dirigida a Enrique, Arzobispo de Maguncia, escribe:

"¿No triunfa la Iglesia cada día sobre los judíos de manera más noble haciéndoles ver sus errores o convirtiéndolos, que matándolos? No es en vano que la Iglesia Universal ha establecido por todo el mundo la recitación de la plegaria por los judíos obstinadamente incrédulos, para que Dios levante el velo que cubre sus corazones y les lleve de su oscuridad a la luz de la verdad. Pues si Ella no esperara que aquellos que no creen puedan creer, parecería simple y sin propósito rogar por ellos".

Pedro, Abad de Cluny, escribió contra Radulphus en forma similar, a Luis, rey de los franceses. Exhortó al rey a no permitir que los Judíos fueran masacrados. Sin embargo, como está registrado en los Anales del Venerable Cardenal Baronius, en el año de Cristo 1146, él al mismo tiempo urgía al rey a tomar severas medidas contra ellos a causa de sus excesos, en particular a despojarlos de los bienes, que habían quitado a los cristianos o amasado por medio de la usura, y a usar lo dimanante para beneficio y ventaja de la religión.

En cuanto a Nos, en esta cuestión, como en todas las demás, seguimos la línea de conducta adoptada por Nuestros Venerables Predecesores, los Romanos Pontífices. Alejandro III (4) prohibió a los cristianos, bajo severos castigos, entrar al servicio de judíos por cualquier período largo o convertirse en sirvientes domésticos en sus hogares. "No deben -escribió- servir a judíos por remuneración de forma permanente". El mismo Pontífice explica como sigue la razón de esta prohibición: "Nuestros modos de vida y los de los judíos son extremadamente diferentes, y los judíos pervertirán fácilmente las almas de las gentes sencillas a su superstición e incredulidad si tales gentes están viviendo en continua e íntima conversación con ellos". Esa cita referente a los judíos se encuentra en la Decretal "Ad hoec". Inocencio III (5), tras haber mencionado que los judíos estaban siendo admitidos por los cristianos en sus ciudades, advirtió a los cristianos que el modo y las condiciones de admisión debían de ser tales que evitaran que los judíos pagasen mal por bien: "Cuando son admitidos así por piedad en relaciones familiares con los cristianos, ellos compensan a sus benefactores, como dice el proverbio, como la rata escondida en el saco, o la serpiente en el pecho, o el tizón ardiente en el regazo de uno". El mismo Pontífice dice que es adecuado que los judíos sirvan a los cristianos, pero no que los cristianos sirvan a los judíos. y añade: "Los hijos de la mujer libre no deben servir a los hijos de la mujer esclava. Por el contrario, los judíos, como servidores rechazados por aquel Salvador cuya muerte ellos maliciosamente prepararon, deberían reconocerse a sí mismos, de hecho y de derecho, servidores de aquellos a quienes la muerte de Cristo ha liberado, de igual modo que a ellos les ha hecho esclavos", Estas palabras pueden leerse en la Decretal "Etsi ludaeos". De idéntica manera en otra Decretal, "Cum sit nimis", bajo el mismo encabezamiento, "De Judaeis et Saracenis", prohíbe la concesión de cargos públicos a los judíos: "Prohibimos dar nombramientos públicos a los judíos, porque ellos se aprovechan de las oportunidades que de este modo se les presentan para mostrarse amargamente hostiles a los cristianos", A su vez, Inocente IV escribió a San Luis, rey de los franceses, que estaba pensando en expulsar a los judíos de sus dominios, aprobando el designio del Rey, puesto que los judíos no observaban las condiciones que les había impuesto la Sede Apostólica: "Nos, que anhelamos con todo Nuestro corazón la salvación de las almas, os concedemos plena autoridad por las presentes cartas para desterrar a los judíos arriba mencionados, sea por vuestra propia persona o por la mediación de otras, especialmente porque, según Nos hemos sido informados, ellos no observan las regulaciones redactadas para ellos por esta Santa Sede". Este texto puede encontrarse en Raynaldus, bajo el año de Cristo 1253, número 34.

Así, pues, si alguno preguntare qué está prohibido por la Sede Apostólica a los judíos habitando en las mismas poblaciones que los cristianos, Nos responderemos que les está prohibido hacer precisamente las mismas cosas que se les permiten en el reino de Polonia, o sea todas las cosas que arriba hemos enumerado, Para convencerse de la verdad de esta afirmación no es necesario consultar un número de libros. Sólo es preciso repasar la Sección de las Decretales "De Judaeis et Saracenis" y leer las Constituciones de los Romanos Pontifices, Nuestros Predecesores, Nicolás IV (7), Pablo IV (8), San Pio V(9), Gregorio XIII (10) y Clemente VIII (11), que no son difíciles de obtener, ya que se encuentran en el Bullarium Romanum. Vosotros, sin embargo. Venerables Hermanos, no es preciso que leáis tanto para ver claramente cómo están las cosas. Sólo tenéis que ver los Estatutos y Regulaciones dictadas en los Sínodos de vuestros predecesores, ya que ellos han sido sumamente cuidadosos en incluir en sus Constituciones todo lo que los Romanos Pontífices han ordenado y decretado referente a esta cuestión.

El meollo de la dificultad, no obstante, estriba en el hecho de que los Decretos Sinodales o bien se han olvidado o bien no se han llevado a efecto. Es de vuestra incumbencia, por lo tanto, Venerables Hermanos, restaurarlos a su prístino vigor. El carácter de vuestro sagrado oficio requiere que luchéis celosamente para hacerlos imponer. Es idóneo y adecuado, en este asunto, empezar por el clero, viendo que es su deber señalar a los otros cómo actuar rectamente e iluminar a todos los hombres con su ejemplo. Somos felices en la confianza de que por la gracia de Dios el buen ejemplo del clero traerá de nuevo al laicado descarriado al buen camino. Todo esto vosotros podéis mandarlo y ordenarlo con mayor facilidad y seguridad porque, según se Nos ha dicho, en los informes de hombres honorables y merecedores de toda confianza, no habéis arrendado vuestros bienes o vuestros derechos a los judíos y habéis evitado todo trato con ellos en lo concerniente a prestar o pedir prestado. De este modo estáis, así se Nos ha hecho entender, completamente libres y desembarazados de todo trato de negocios con ellos.

El sistemático modo de proceder prescrito por los sagrados cánones para exigir obediencia de los refractarios, en cuestiones de gran importancia como la presente, siempre ha incluido el uso de censuras y la recomendación de añadir al número de casos reservados los que se prevé serían causa próxima de peligro o riesgo para la religión. Sabéis muy bien que el Santo Concilio de Trento hizo todas las previsiones para reforzar vuestra autoridad, especialmente reconociendo vuestro derecho a reservar casos. El Concilio no sólo se abstuvo de limitar vuestro derecho exclusivamente a la reserva de los crímenes públicos, sino que fue mucho más allá y lo extendió a la reserva de actos descritos como más serios y detestables, en tanto que dichos actos no fueran puramente internos. En diversas ocasiones, en varios decretos y cartas circulares, las Congregaciones de Nuestra Augusta Capital han establecido y decidido que bajo el título de "más serios y detestables delitos" hay que incluir aquellos a los cuales la humanidad está más inclinada, y que son perjudiciales a la disciplina eclesiástica o a la salvación de las almas confiadas al cuidado pastoral de los Obispos. Nos hemos tratado este punto con alguna extensión en Nuestro Tratado del Sínodo Diocesano, Libro V, Capítulo V.

Nos permitimos aseguraros que toda ayuda que podamos daros estará a vuestra disposición para asegurar el éxito en esta cuestión. Además, para hacer frente a las dificultades que inevitablemente se presentarán, si tenéis que proceder contra eclesiásticos exentos de vuestra jurisdicción, daremos a Nuestro Venerable Hermano, el Arzobispo de Nicea, Nuestro Nuncio en vuestro país, instrucciones apropiadas a este respecto, de modo que podáis obtener de él las facultades requeridas para tratar los casos que pudieran presentarse. Al mismo tiempo, solemnemente os aseguramos que, cuando se ofrezca una oportunidad favorable, Nos trataremos de este asunto con todo el celo y energía que podamos reunir, como aquellos por cuyo poder y autoridad el noble reino de Polonia puede ser limpiado de esta sucia mancha. Antes que nada, Venerables Hermanos, suplicad con todo el fervor de vuestra alma la ayuda de Dios, que es el Autor de todo bien. Implorad Su ayuda también, con seria plegaria, para Nos y para esta Sede Apostólica. Abrazándoos con toda la plenitud de la caridad, Nos muy amorosamente impartimos, tanto a vosotros como a las greyes encomendadas a vuestro cuidado, la Bendición Apostólica.

Dada en Castel Gandolpho a 14 de junio de 1751, en el 11º año de Nuestro Pontificado.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Citas a Propósito del Día de la Raza ― 12 de octubre


enseguida de su llegada a Méjico que la civilización indio-católica que nace inmediatamente de la 'conquista' es el modelo universal de la fusión feliz de dos civilizaciones " Arnold Toynbee

...los sacrificios y crueldades de esta tierra y gentes sobrepujaron y excedieron a todas las del mundo (...) el último día de cada mes y los cinco últimos días del año los ocupaban en fiestas con sacrificios humanos (...) a esclavos y prisioneros de guerra los mataban abriéndoles el pecho y arrancándoles el corazón (...) sin que la víctima lo quisiera y sintiendo muy sentida la muerte y su espantoso dolor” (Fray Toribio de Benavente-Motolinia, 1490-1569- “Historia de los indios de la Nueva España”)

...este espectáculo de hombres borrachos invocando al demonio y danzando al son de su música, debe haber sido grato en comparación con el de ls víctimas que subían aullando de horror las gradas del templo; el de aquellos sacerdotes del demonio con sus enormes greñeros apelmazados de sangre, las ropas como mandiles de carnicero, los cuerpos tiznados y el ademán feroz al clavar el cuchillo de piedra sobre el pecho del semejante; y el de los cadáveres al rodar por la escalera, dejando un 'reguejal de sangre'; y de los viejos decapitando a las víctimas y espetando sus cabezas en varas; y el de los dueños de esclavos corriendo a sus casas con cuerpos decapitados para comérselos; y el de los inocentes niños que llevaban a sacrificar entre llantos y gritos; y el de los hechiceros danzando vestidos con la piel de los sacrificados; y los macabros tzompantli –conjunto de numerosas calaveras enristradas- y todos los edificios del gran Teocalli hediondos de carne putrefacta más que un matadero de reses...”

Un infierno y no otra cosa, debe haber sido el país que habitaron nuestros antepasados. ¿Cómo hay quien añore esa civilización y lamente que la hayan destruido los españoles? (...) ¡¡Glorioso el día en que apareció la cruz y puso en fuga la legión satánica!! Entonces el indio mexicano, este indio apacible y manso, fue rescatado de las garras del Malo y pudo, al fin, tener un día de paz...” (Alfonso Trueba, “Huichilobos – Figuras y episodios de la Historia de México N°5)

Con todos estos datos se hace muy posible que fueran, por lo menos, los 20.000 por año (los sacrificados) en la ciudad de México (...) Y como se hacían también numerosas hecatombes en ciudades del mismo rito, tan populosas como Tlascala, Cholula, Huexotzingo, Teotihuacan y otras del suelo nahuatl, y como además quedaron infinitos pueblos que con toda seguridad se sacrificaba todo el año, bien podemos creer que aún nos quedamos cortos si decimos que se sacrificaban al demonio cada año 100.000 seres humanos” (Mariano Cuevas, “Historia de la Iglesia en México”, T.I Cap. III- Cit. Revista Verbo 310-311, Marzo-Abril 1991)

El Padre Castellani solía decir que Belloc, mucho tiempo ha, había dicho que lo que lo aterraba, lo que veía venir en el horizonte de esta época: más que la lujuria, era la crueldad –y estas dos cosas vendrían acompañadas de una baja en la inteligencia, llanamente la imbecilidad. “Se paganiza el mundo, se vuelven más crueles las gentes. Baja la religiosidad y sube la dureza de corazón como en un sube y baja (...) La Religión puede reprimir la tendencia ínsita en el hombre a la ira, a la venganza, a la crueldad, al sadismo; y ninguna otra cosa muestra la Historia que pueda conseguirlo; y la misma Religión nunca lo ha conseguido del todo” dice Castellani (Domingueras Prédicas II)

Es más necesario que nunca llevar en las manos la Cruz de Cristo, y presentarla al género humano en peligro, como la única fuente de la paz y de la salvación” (San Pío X: Ex Quo Postremus – 23 de Mayo de 1914).  

domingo, 25 de enero de 2015

LA ACCIÓN 


Por Jean Ousset
Título original: L’ Action 
Editado por Speiro S.A. 
General Sanjurjo, 38, Madrid, España, 1969. 

Preámbulo 

¿Cuál es la cuestión?... Saber si puede aún intentarse algo con eficacia para detener los progresos de la Revolución.

¿Cuál es la cuestión?... Saber si estamos definitivamente reducidos a combatir sin esperanzas de vencer; habiendo tomado el partido de conseguir, bajo los golpes del adversario, una honrosa aunque constante retirada.

¿Cuál es la cuestión? ... Convencernos a nosotros mismos de lo que somos, de lo que pretendemos ser.

Porque de acuerdo con la respuesta, el deber, las resoluciones, los métodos, en una palabra: la misma acción... pueden cambiar completamente.

¿No es sorprendente que estas preguntas, aunque fundamentales, casi nunca se hayan planteado?

¿Cuál es la cuestión?... Saber lo que pensamos de nosotros mismos.

¿Estamos en la retaguardia encargada de permitir al grueso del ejército, ya replegado, que se desmovilice con las menores pérdidas?

¿Pretendemos conservar el derecho, que aún nos queda, de proclamar enérgicas repulsas, solemnes exhortaciones?

¿Somos los supervivientes de una especie en vías de desaparición, dependiente sólo de una obra protectora tipo “parque nacional”, como las que benefician a los sioux de América o los musmones de los Alpes?

¿Nuestra ambición se debe limitar a cultivar un recuerdo, a constituir cierto número de grupos en los que serían conservados y transmitidos, para el consuelo de una minoría, los elementos de cierta doctrina, que ya nadie admite? Algo semejante a lo que son tantas asociaciones, desde los “amigos de la Vieja Niza” a los depositarios del recuerdo de Alphonse Aliais, o a los fieles del tiro al arco, o a los fervientes de Mozart o de Pergolesi.

Acciones, ocupaciones, que pueden ser muy honrosas... Pero acciones, ocupaciones, que no dejan de estar muy alejadas de una empresa de reconquista social.

Ante todo querer. 

De la respuesta a estas cuestiones no puede dejar de depender la determinación del método, la determinación de los medios, muy diferentes, según se trate de mantener un recuerdo, o de promover un renacimiento profundo. Para mantener un recuerdo; para mantener en relativo fervor a un grupo de fieles; para intentar siquiera aumentar el número...; hace falta muy poco. Algunas reuniones. Algunos boletines, revistas o semanarios. La publicación, a trancas y barrancas, de un cierto número de obras, que sólo los “fieles” compran para “mantenerse”...

Para ello, la acción puede quedar limitada al esfuerzo de algunas personalidades de relieve que hablen, escriban, se afanen; contentándose la masa con escuchar, leer y aplaudir. Lo cual puede ser consolador, meritorio. Y hasta puede llamarse acción. Pero no ciertamente una acción conquistadora.

La cuestión está en saber lo que queremos. Ya sea contentarnos con ser una secta únicamente reconfortada por un sistema de congratulaciones recíprocas; o crearnos un deber de trabajar con eficacia para el triunfo, universalmente salvador, de la Verdad.

La lucha ciertamente dura desde hace mucho. Y la falta de ardor, el repliegue sobre sí mismo, el desaliento son fáciles cuando el ejército, al que hay que asegurar el relevo, no ha cesado de batirse en retirada.

Y es ahí, finalmente, donde radica la cuestión. ¿Cómo puede ser, que tantos trabajos, tantos esfuerzos, no hayan conseguido mejor resultado?

¿Por qué la realidad responde tan mal a nuestras intenciones? Nos afanamos; y retrocedemos sin cesar. Remamos; y la corriente nos arrastra, ¿Por qué? ¿De dónde puede venir esto?  ¿de qué puede depender? ¿Son éstas, al menos, las cuestiones que intentamos proponernos?

O de lo contrario, ¿cómo justificar que seres, por otra parte escrupulosos, concienzudos, razonables, puedan hasta ese punto, dejar de ocuparse, como es preciso, cuanto es preciso, del problema del deber y de las condiciones de eficacia, en el servicio de la más santa causa en lo temporal?


* * * 

Muy sospechosa, verdaderamente, es la noción de eficacia.

Algunos se consideran obligados, en conciencia, a descartarla, como noción marxista, con el pretexto de que para el marxismo la noción de eficacia es el principio supremo del juicio y de la acción. ¡Lejos de nosotros, pues, este exceso!

Pero lejos también este otro exceso, tan favorable a la satisfacción del menor esfuerzo, según el cual le bastaría al cristiano con “sembrar”, como suele decirse; el resto (entiéndase la buena o la mala suerte de la cosecha) pertenece sólo a Dios. Lo que es una forma demasiado libre de interpretar la parábola del sembrador. La cual, lejos de enseñarnos a descargar sobre Dios el mejor rendimiento de la siembra, hace observar, por el contrario, que produce el ciento por uno, o se vuelve estéril, según caiga o no en una tierra convenientemente preparada. Prueba, totalmente evangélica esta vez, de que no basta, en lo que a nosotros concierne, con un esfuerzo inicial y a cortísimo plazo de proclamar la verdad para garantizar el rendimiento de la cosecha; sino que hace falta la virtud de un cultivo, es decir, de un esfuerzo, dé una acción conveniente bajo pena de
esterilidad.

Ciertamente, sabemos, que los designios de Dios son impenetrables. Que sus caminos no son nuestros caminos.

Pero muy frecuentemente en nombre de esta impenetrabilidad de la intención divina, y so pretexto que Dios puede triunfar con nada, no hacemos nosotros nada (nada conveniente, nada suficiente), sino que en nombre de un sobrenatural, curiosamente interpretado, aguardamos una victoria, de la que se podría decir esta vez, que Dios jamás la concedería, mientras nosotros así la esperemos.

Hay en esta evasión sobrenatural (aparentemente edificante) una forma muy hábil de eliminar nuestra responsabilidad de la desgracia de los tiempos; una forma inadmisible de eximirnos del más elemental deber de autocrítica, y de preguntarnos (con la humildad requerida) si hemos hecho verdaderamente lo que Dios espera de nosotros.

¿Será normal que la verdad sea tan continuamente estéril y la mentira tan continuamente triunfante? ¡Sí! Las vías de Dios son impenetrables. Y por lento que pueda ser El en conceder la victoria, no dejamos de tener el deber estricto de humilde resignación, de sumisión contrita, de perseverancia paciente e inquebrantable. Pero ¿cómo olvidar que Él es también quien ha dicho: “Pedid y recibiréis... llamad y se os abrirá; porque quien pide, recibe, y a quien llama, se le abre”?

Es, pues, demasiado cómodo achacar a los insondables designios de la Providencia una impotencia, una infecundidad... imputables a nuestra sola pereza, a nuestra sola ignorancia, a nuestro solo desprecio de lo que el más humilde de entre nosotros puede conocer del objetivo a alcanzar y de los medios a utilizar.

La eficacia en lo temporal. 

Digamos más: cae dentro del orden; cae dentro de la prudencia de la acción, que vamos a estudiar, el estar convenientemente relacionados con la noción de eficacia.

Esa acción temporal, ¿cómo podría ser sabiamente concebida sin darle importancia al resultado, igualmente temporal, que la exige, que la especifica?

Aún recordamos la conversación con un eminente religioso. Como le refiriéramos la extrema dificultad que hay en movilizar a los “hijos de la luz”...: "No se inquieten —respondió—, no tiene importancia el resultado. ¡Lo importante es que de esta forma ganan el Cielo! —¡Ay! Indudablemente —respondimos nosotros— es consolador, Padre, saber que trabajando, como lo hacemos, ganamos el Cielo".

No obstante, no creemos que este argumento pueda eximirnos del deber de la eficacia temporal, que es como la razón de ser del tipo de acción que perseguimos.

Importa poco la evidencia del resultado en la vida sobrenatural, en la vida interior y de puro amor de Dios; ya que en este orden de cosas el fin directo inmediato es agradar a Dios; y se sabe que esta finalidad se consigue moralmente por el mismo hecho de dedicarse a ello generosamente.

Sin embargo, ya no es así cuando se abordan actividades menos directamente ordenadas a Dios, a finalidades temporales específicas.

¡Qué se diría por ejemplo, del fraile cocinero que so pretexto de que gana el Cielo, afanándose en torno a los fogones, no se inquietase por el efecto de sus mixturas, de sus platos quemados, de sus salsas purgantes, de sus caldos explosivos?

Y asimismo, ¿qué se pensaría de la religiosa enfermera que, a pretexto de que también gana el Cielo, por el hecho de ser una religiosa orante y ferviente, no se preocupase de la ineficacia habitual de los remedios escogidos, de los cuidados prodigados? ¿Y quién se atrevería a decirle: “Hermana, no se inquiete de que los enfermos se le mueran a chorros en cuanto quedan a su cargo. Poco importa el resultado. ¡Animo! Lo importante es que de esta manera gane Ud. el Cielo”?

¡Siniestra frase!

¿Y por qué no lo sería aún más, cuando, en vez de aplicarse al cocinero o a la enfermera, el mismo argumento se aplicara a los desvelos de una acción cívica cristiana?

Ciertamente Dios puede permitir que fracase el trabajo más concienzudo el esfuerzo más prudente, el valor más generoso. Hay que saber soportar estas pruebas. Pero sin que éstas, por duraderas, por dolorosas que sean, puedan transformarse en un argumento de indiferencia «con respecto a los resultados, de menosprecio con respecto a la eficacia temporal, que una acción semejante no puede dejar de perseguir. ¿De qué serviría, en efecto, cocinar y cuidar a los enfermos, como no tuviera por fin de alimentar y aliviar (eficazmente) a los que tienen hambre y a los que sufren?

Si hay desastres prestigiosos —Sidi Brahim, Camarón— hay-una forma deshonrosa, mucho más corriente, por desgracia, de afanarse. La que consiste en no preocuparse lo bastante por la victoria. La que consiste en tomar con demasiada alegría el partido del fracaso. La que consiste en encontrar normal la esterilidad de nuestra acción.

Demasiado frecuentemente se achaca a la adversidad la responsabilidad de la suerte desdichada de operaciones destinadas al fracaso, por mal pensadas, por mal preparadas, por mal iniciadas, por haber sido conducidas con falsos métodos.

No consiste todo en correr. San Pablo fue quien nos dijo que por sí misma la cosa no basta, que hay que hacer más que mover las piernas batiendo el aire; que hay que correr debidamente para conseguir el premio.

Los guerreros lucharán, y Dios dará la victoria. 

Es odioso el engaño de ese pietismo, que se cree sobrenatural, porque está desencarnado, en el que la oración, lejos de esclarecer, lejos de fortificar la acción, se convierte en argumento de negligencia, de pasividad, de inconsecuencia. Actitud que tiene tanto éxito porque favorece una tendencia natural a la pereza, al esfuerzo efímero quizá, pero elemental, superficial, sin resultados duraderos y serios.

Sobrenaturalismo siempre dependiente de lo que es camino extraordinario en la piedad. Espera en un milagro, en la realización de una profecía según la cual todo se arreglará algún día por simple intervención divina, sin que haya necesidad de entremezclarse en ello.

Pero ¿quién tomará a esta caricatura por la piedad verdadera, de la que los santos han ardido. Esta piedad que le valió al doctor de Poitiers la respuesta de Juana: —“Decís que Dios quiere librar al pueblo de Francia de sus calamidades; pues si lo quiere, no le será necesario poner en movimiento a los guerreros”. — “En nombre de Dios —respondió la joven— los guerreros lucharán v Dios dará la victoria”.

Esta es, en efecto, la respuesta más ortodoxa tanto en la esfera natural como en la sobrenatural. Orar, como si nuestra acción debiera ser inútil, y actuar, como si nuestra oración pudiera serlo también. ¿No es monstruoso que una cierta rectitud doctrinal pueda no incitarnos a la acción?

Se ha dicho: “El mundo cristiano se presenta como el defensor de una mística verdadera pero que ya no la vive; frente a un adversario que es promotor de una mística falsa, pero vivida y servida intensamente”.

¿Hay perversión más sutil y más grave, que la de una ortodoxia del pensamiento satisfecha de sí misma, pero indiferente a la infecundidad de lo verdadero, al triunfo del mal?

Una ortodoxia completamente cerebral y especulativa no es suficiente. Es necesario, para ser realmente, vitalmente ortodoxo, no solamente la ortodoxia de la inteligencia; sino, si se pudiera decir, la ortodoxia de la voluntad. La cual se manifiesta ante todo por una facultad normal de entusiasmo y de indignación. Y, ciertamente, no por esta actitud de soberana indiferencia, que algunos quisieran llamar prudencia y dominio de sí mismos.

“La frecuencia, el poderío del crimen, escribe el Cardenal Ottaviani (1), han embotado, desgraciadamente, a la sensibilidad cristiana, aun entre los cristianos. No solamente como hombres, sino como cristianos, ya no reaccionan, ya no vibran. ¿Cómo pueden sentirse cristianos, si son insensibles a las heridas hechas al cristianismo?

“... Da escalofríos pensar en todos esos cristianos que están encarcelados con sus pastores ... se creería que íbamos a asistir a una protesta semejante al rugido del océano, a un levantamiento de la humanidad, a un clamor de reprobación semejante a un grito de lamentación que no se puede refrenar. Nada de eso. Cierta prensa totalmente absorbida por las vicisitudes de la vida de los campeones, de los actores, por las crónicas de sucesos, ignora lo que todo el mundo sabe: que hay multitud de hombres en prisión o en trabajos forzados, muchos ferozmente atenazados, que no pueden salir, ni siquiera por dos días, de su país y de su casa...

“Todo se puede, menos vivir en este estado de insensibilidad. Porque la vida se prueba por la sensación del dolor, por la vivacidad (la palabra es sugestiva) con que se reacciona a la herida, con prontitud y la potencia de la reacción. En la podredumbre y en la descomposición ya no se reacciona”.


Dios no niega al impío el triunfo de su trabajo. 

No hay ninguna organización, ningún partido, ningún clan, ninguna secta, que no tenga hoy un plan que proponer, y que no se afane en hacerlo aceptar. Sólo los cristianos vamos a remolque, osando considerar como rasgos de virtud el hecho de adoptar más bien las tesis del enemigo, en vez de proclamar “triunfalmente” las nuestras.

No intentamos exponer, o hacer prevalecer, o defender, lo que nosotros consideramos como la Verdad; confiando, como los otros, en aquello que puede conseguir la adhesión de las masas, atraer la opinión. “Actuamos como si no creyéramos más que en las campañas de prensa, en los carteles de las paredes, en las reuniones brillantes o alborotadas, en las hojas sueltas, en los párrafos de elocuencia, en los slogans, en las consignas”. En una palabra, en todo lo que pueda ser un accesorio de trabajo sin ser realmente trabajo, sin ser la acción seriamente conducida y pensada.

De esta manera nos perdemos en fórmulas, en recetas y en apaños. Campañas a plazo corto, clamores sin eco. Esperando la salvación del éxito de alguna operación precipitada. Fundando todas nuestras esperanzas en el primero o en el último que llega. Empíricos a plazo corto, pero a quienes ninguna experiencia enseña.

¿“Revoltosos”...? los que profesamos el orden y el método.

¿Perezosos...? los que canonizamos el celo y el trabajo.

¿Apasionados sin límite, en cuanto pretendemos actuar...? los que proclamamos “querer siempre conservar la razón”.

Y ¿menos confiados, que los materialistas, en las fuerzas intelectuales y espirituales...? los que las invocamos sin cesar. Hasta el extremo, de reconocer que, si mañana la Revolución venciese, ese triunfo sería de una gran justicia.

Porque, desde hace doscientos cincuenta y ocho años (2), desde cuando estas olas de asaltos se suceden y se renuevan, incansablemente ingeniosas, siempre más hábiles, más eficaces, se puede decir que la Revolución ha merecido su conquista del mundo. Sus adeptos han sabido batirse; han sabido sostenerse; han sabido entregarse por entero, han abierto sus bolsas tanto como fuera necesario. El aparato impresionante de las instituciones seculares, así como la potencia material de las instituciones cristianas no les ha descorazonado. A pesar de su pequeño número y de su debilidad, al menos inicial, no han retrocedido.

E igualmente en 1903. Los sostenedores del movimiento de Lenin eran diecisiete. Sesenta años más tarde el aparato comunista en el mundo emplea dos millones aproximadamente de comités; células, círculos, asociaciones. Cada año se gastan dos mil millones de dólares; cada año se filman doscientas grandes películas (sin contar los millares de pequeñas); cada año se imprimen ciento veinte millones de libros (sin contar los folletos o libelos); cada año veinte mil propagandistas viajan por el mundo, quinientos mil agentes se afanan...; finalmente, cada semana se organizan ciento treinta mil horas de propaganda radiofónica...

... Para el triunfo de la Revolución universal.

Lejos, pues, de manifestar una ausencia de la justicia divina, los progresos constantes de la subversión expresan, por el contrario, magistralmente, cómo Dios sabe respetar el determinismo de su obra no negando al impío el fruto normal de su trabajo.

Porque si es cierto, como está escrito en el salmo CXI, que el “deseo de los pecadores perecerá — desiderium peccatorum peribit”—, no se ve por qué este indefectible castigo divino debería corresponder al retorno victorioso de un ejército que no ha combatido, de “hijos de la luz” que no han alumbrado. Retorno victorioso, que sería el insolente triunfo de estos pretendidos “buenos”, de los que San Pío X no temía afirmar, que por su pereza, por su cobardía, son más que todos los otros, el nervio del reino de Satán.

Sobresaltos como de dolor de muelas: “el que saca su espada...” 

Esta insensibilidad, este miedo, esta deserción de los cristianos, son, ciertamente, el peor de los males. Por la inacción, que éstos implican ante todo. Por los accesos de exasperación desastrosos, que en las horas más dolorosas, tanta inercia no deja de provocar.

Sobresaltos como de dolor de muelas, según dijo Saint-Exupéry en alguna parte. Rabietas de niños, que querrían curarlo todo, restaurarlo todo en un instante. Pero para retornar mejor a la apatía inicial, por estar furiosos de que haya sido perturbada por la conmoción de las estructuras sociales. Enojo del dormilón, al que no deja descansar el grifo que gotea. Se levanta de un salto, para poder volver más rápidamente a la cama a continuar el sueño.


“Se quiere combatir el mal en donde se manifiesta”, observaba Goethe. “Y nadie se inquieta por saber de dónde sale o desde dónde ejerce su acción. Por ello es difícil deliberar con la multitud, que juzga los negocios a la ligera, extendiendo raramente sus miradas al día de mañana”. De ahí la brusquedad de las reacciones: precipitadas, violentas, “dinamiteras”...

De esta forma, los que nunca han hecho nada, los que nunca han reaccionado, o muy poco, ante el progreso del mal, los que lo han, probablemente, favorecido en su principio, aceptado en sus primeros pasos, se sublevan bruscamente, estimando intolerable que el incendio que han visto encender, sin intervenir, amenace en ese momento su confortable embobamiento.

Imagen evangélica, siempre actual, del sueño, del que los mejores apóstoles no consiguen salir, mientras Jesús está en agonía y Judas arrastra ya a sus hombres.
Es amargo el despertar que provoca la irrupción de estos últimos. Alguien se exaspera. Y saca la espada.

Pero ¿Qué hay de asombroso de que en estas condiciones el Maestro repudiase su uso?

Asimismo, el símbolo de la oreja cortada no está probablemente bastante meditado. Cuando no se ha cumplido nada de lo que se debería haber hecho en orden a la vigilancia espiritual y doctrinal ¿no es normal que el recurso a la espada de la fuerza bruta, intempestivamente desenvainada tenga por único resultado el... suprimir aquello, con lo que los hombres se oyen y se entienden? (3)

Cuando la preparación de las almas y de las inteligencias no ha sido suficientemente realizada, es normal y, en cierto sentido, es justo, que la violencia de reacciones demasiado tardías produzca su propio castigo. Quien se sirve, así, de la espada perecerá por la espada. Es sabio que Dios abandone a la lógica de su ciclo mortífero, a una fuerza tan manifiestamente falta de preparación espiritual e intelectual suficiente.

Añadamos que en la hora del poder de las tinieblas la única fuerza de las armas no bastaría. Porque son los tiempos en los que nada está suficientemente aclarado. Ya que lo que importa a la gloria de Dios, a la mayor fecundidad de una victoria del bien, es menos la intervención represiva de una fuerza bruta, que pusiera todo en orden en un instante (¡esta fuerza sería la de las "doce legiones de ángeles"), que el testimonio, el apostolado de una verdad justificada, defendida en el plano que en principio es el suyo: el del combate espiritual, el de la conquista, el de la edificación, el de la instrucción de las almas.

Y es el colmo ver la Revolución dedicada con tanto esmero a ganar los cerebros, a obtener la adhesión de las inteligencias, mientras que los pretendidos fieles de la Verdad se molestan tan poco en aprenderla inicialmente ellos mismos, para extenderla a continuación. Fieles mucho más prontos a esperar en la fuerza, que en esta lucha del espíritu.

Ahora bien, Dios, que es precisamente espíritu y verdad, no puede permitir que sus fieles triunfen de esta forma.

Con un esfuerzo incansable de intoxicación espiritual e intelectual la Revolución ha conquistado el mundo.

Y respecto a esta acción ¿qué hemos hecho?

“¿Nuestros adversarios nos han respondido?”, observaba Jaurés en la tribuna de la Cámara cuando se discutía la “ley de separación”. “¿Nos han opuesto doctrina a doctrina e ideal a ideal? ¿Han tenido el valor de levantar contra el pensamiento de la Revolución el entero pensamiento católico? ¡No! Lo han eludido. Han disputado sobre detalles de organización. No han afirmado netamente el principio, que es como el alma de la Iglesia...”

Mientras la noción de eficacia —de una eficacia profunda, durable— no se alíe en nuestros espíritus a la noción de Verdad, tanto que, para ser eficaz, creamos preferible dejar lo Verdadero de lado, confiando más en el engaño o en la fuerza, perderemos el derecho de quejarnos de impotencia, de esterilidad crónicas.

Si los “buenos” quisieran. 

En estas condiciones, ¿sería posible sostener que para remontar el punto en que la subversión ha precipitado a la sociedad, el triunfo de un golpe brusco pudiera bastar, siendo así que la Revolución es hoy día casi la sola en poseer cuadros formados y realmente disponibles, en los que los más instruidos, los más calificados de nuestro lado no quieren alistarse y comprometerse?

¿No sería ridículo imaginar que la salvación podría obtenerse con pequeños esfuerzos, sin preparación conveniente?

No es que nosotros desesperemos de la salvación. Creemos por el contrario, que sería relativamente fácil salvar a la sociedad; y que nuestros recursos, nuestras fuerzas son más importantes de lo que a veces pensamos. Haría falta también que un cierto número de los que son llamados “los buenos” se apliquen como es conveniente y con bastante perseverancia, a la acción que se impone.

Lo inquietante, podríamos decir a la manera de Donoso Cortés, no es que la sociedad esté como en la imposibilidad radical de ser salvada. Lo inquietante está en que aquéllos de sus miembros que parecen especialmente designados para luchar en salvarla no se dediquen a ello en forma alguna.

No es que seamos pesimistas por tener estos propósitos. Es la única forma de poder ser optimista, porque es la única forma de plantear convenientemente el problema atacando desde el principio la principal dificultad.

El exceso de fuerza nunca falla, repiten los marinos.

Despreciando la dificultad es cuando en ella ciertamente se sucumbe. Por haberla subestimado continuamente, la causa del derecho natural y cristiano no ha dejado de retroceder en el mundo.

Para el comunismo todo es bueno, y su dialéctica sabe explotar las menores contradicciones, provocar, mantener, envenenar los conflictos entre clases, pueblos o razas.

Guerra, que no deja de tener cierta analogía con aquella forma de luchar, de la que habla San Ignacio en su célebre meditación de las dos banderas..., en la que los combatientes no están separados a una parte y otra de una línea, reconocibles por sus uniformes... sino que hay un entremezclamiento desconsolador, en el que el choque de los regimientos, la potencia del material, la movilización de las fuerzas económicas ya no basta para determinar el resultado del conflicto. Guerra en la que, para distinguir a los partidos, el espíritu cuenta más que el uniforme. Guerra, en la que el enemigo real puede ser el vecino de piso, un miembro de la familia, ganados por la Revolución.

Guerra en la que, por importante que sea el papel reservado a los ejércitos, los puntos de apoyo, verdaderas ciudadelas, están en los espíritus, en los corazones... que, no solamente no deben virar y zozobrar, sino que deben impedir que viren y zozobren los padres, los amigos, los vecinos, etc....

Movilización universal de élites llamadas a realizar un papel de fijación, de defensa, de irradiación intelectual y moral. Guerra, en la que es necesario convencer para vencer.

Contra este asalto, que con tanto método y con tanta habilidad lanza la Revolución ¿pedemos oponer alguna acción eficaz?

¿Poseemos una doctrina sobre la acción? 

¿Estamos preocupados en tener alguna? O dicho de otra manera: ¿pensamos en ella seriamente?  ¿Nos esforzamos en aprenderla para actuar mejor?

Somos en realidad especulativos estáticos. “Pensamos” en la meta, “pensamos” en el término, “pensamos” en el ser, “pensamos” en el orden hacia el cual tendemos. No “pensamos” en la acción. No “pensamos” en el movimiento, en el medio que permitiría con más seguridad alcanzar la meta.

Sabemos a dónde hay que ir... pero no hablamos, no nos inquietamos nunca o casi nunca del itinerario, de los medios de locomoción eventuales.

Pongamos la imagen siguiente: dos estanterías de una biblioteca. En una: nuestros maestros en el pensamiento. En la otra: los maestros de la Revolución.

Cuántos esplendores entre los primeros... lo mismo si se trata de la meta, del fin que se describe o se justifica. La verdad está allí presentada, defendida con talento, a veces con ingenio. El orden que hay que promover, la jerarquía de los bienes que hay que defender. Aquello por lo que hay que vivir y a veces hacerse matar. Todo está dicho y bien dicho. Pero en cuanto a los medios que hay que emplear para quedar victorioso apenas hay una cuestión. Algunos principios ¡ciertamente! Muchos, demasiado generales. Confesamos no haber encontrado nunca un volumen de acción antirrevolucionaria algo completo. Solamente algunos folletos que pretenden resolver un problema táctico extremadamente limitado. ¿Esta operación podría ser intentada? ¿Aquel “golpe” sería posible? En total, casi nada.

Observamos, por el contrario, la segunda estantería de la biblioteca: la de los teóricos de la Revolución. Comparados con un Maistre, con un Blanc de Saint-Bonnet, con un Veuillot, con un Pie: ¿qué parecen los trabajos de un Weishaupt(4), las instrucciones de la Alta Vendita, los escritos de Marx, Lenin, Trotsky, Stalin, Mao-Tse-Tung?

¡Sí! ¿Qué ofrecen estos últimos a una inteligencia rigurosa? Algunos esquemas sobados y desarrollados hasta la saciedad, una increíble multitud de proposiciones equívocas.

Más, si nada se ofrece por este lado para satisfacer a una inteligencia ávida de verdaderos bienes ¡qué profusión en la determinación de los medios, de los procedimientos, de los métodos, de las directrices! Todo es estrategia táctica. ¡Y qué realismo, qué habilidad, qué agudeza de observación! Nada que parezca en abandono. Jerarquía en las intervenciones, complementareidad en las obras, progresión de las etapas, simultaneidad de acciones múltiples.


O dicho de otra forma: si nuestros pensadores ordinarios se superan en describir el fin, la meta, el orden a promover, si son insuficientes en la determinación de los medios y métodos de acción, la Revolución realiza todo lo contrario. Si su fin, su meta, parecen inconsistentes, pero todo en ella es duro, preciso, metódicamente pensado y calculado, en orden a los medios, al movimiento y a la acción.

Negocios, confort y ausentismo cívicos. 

¿Es por tanto razonable que sigamos tan poco ocupados, tan poco al corriente de estos problemas? Dios sabe, sin embargo, la atención, el cuidado, el ingenio, el celo que cada uno sabe consagrar al mayor éxito de sus negocios.

¿Quién no se forma y no se informa en esta esfera de acción? ¿Quién no se documenta? ¿Quién no ha recurrido a técnicos competentes? Días y noches pasan a veces en la búsqueda de la fórmula que permita aumentar los beneficios, superar a un competidor.

Mas, que se trate de la suerte de la sociedad (de la que depende sin embargo el bienestar durable de los negocios privados), la rutina, la negligencia, la irreflexión, la inconsecuencia, la pereza, acaban siendo la ley de estos hombres, de los que se admira por otro lado la prudencia y la iniciativa.

Pasajeros que enjugan la humedad de su cabina, pero que rehúsan interesarse de la realidad de que su navío naufraga de inmediato.

La verdad es que perdemos nuestro tiempo en naderías, que concedemos a “tabús” mundanos más tiempo del que sería necesario para trabajar victoriosamente en la salvación de la Ciudad.

Un afán obsesionante de confort llega a constituir, aun entre nosotros, un clima de materialismo inexpugnable. Materialismo que no se manifiesta como antaño con máximas viles, provocadoras. Que tenía la ventaja de alertar a los mejores. Sino un materialismo de hecho meramente implícito, que sin impedir ir a misa, no deja de realizar ciertamente el mayor fenómeno de ausentismo político desde la decadencia del Imperio Romano. Por el cual éste murió.

Cristianos que se creen excelentes esposos, excelentes padres de familia, excelentes empleados, excelentes feligreses. El mundo puede contar con ellos. ¡Pero no su Ciudad, pero no su Patria! A sus ojos no hay seria obligación por este lado.

* * * 

Deberes de estado. 

“Para otros más brillantes que nosotros —dicen— el cuidado de estas altas y graves cuestiones. Nuestro deber no nos obliga a pasar de los cuidados de la vida doméstica. No se puede hacer todo. Ya hay tantas cosas que reclaman nuestra preferente atención”.

Lo que parece una prudente respuesta. Lo que sin embargo no llega a legitimar el desprecio de un deber cierto. La verdad es que hay que hacer todo lo que por nuestro estado debemos hacer.

¿Qué marido osaría decir que deja de cumplir sus deberes de padre para dedicarse a sus deberes de esposo so pretexto de que no podría hacerlo todo?

¿Qué hijo, por la misma razón, osaría justificar el abandono de su padre enfermo para consagrarse solamente al apostolado parroquial?

Sería demasiado fácil escoger entre nuestros deberes de estado el que nos agradara más y abandonar los otros. La ordenación de una vida virtuosa y santa no es otra que la feliz solución dada a este problema de la coexistencia de múltiples e irreductibles deberes de estado.

Deberes de estado... hacia Dios; ya que somos por estado sus criaturas.

Deberes de estado... hacia nuestros padres; ya que por estado somos sus hijos.

Deberes de estado... hacia nuestro cónyuge: si nuestro estado fuere el de casado.

Deberes de estado... hacia nuestros hijos o nuestras hijas: si nuestro estado fuere el de padre o madre.

Deberes de estado... hacia la Ciudad, hacia la Patria; porque por estado somos miembros de estas comunidades.

Deberes de estado... profesionales. Deberes de estado... de amistad. Deberes de estado... de buena vecindad..., etc.

Ningún deber de estado puede ser rechazado mientras estemos en el estado que precisamente nos lo impone.


Libre cada uno de lamentar que nuestras modernas democracias hayan venido a aumentar nuestras cargas imponiendo a cada ciudadano una mayor participación en la vida pública. Esta obligación no es menos indiscutible. Obligación tanto más imperiosa cuanto que los bienes más sagrados correrían el riesgo de perderse por la defección de los mejores.

¡A la acción, pues! Es el gran deber de esta hora.

“No hay tiempo que perder, proclamaba ya Pío XII. El tiempo de la reflexión y de los proyectos ha pasado. ¡Es la hora de la acción! ¿Estáis preparados? Los frentes opuestos en los Campos religioso y moral se delimitan cada vez más claramente. Es la hora de la prueba. La dura carrera de la que habla San Pablo ha sido emprendida. Es la hora del esfuerzo intenso. Algunos instantes solamente pueden decidir la victoria”.

Posiblemente jamás la salvación de la sociedad ha dependido del esfuerzo de un tan pequeño número de gentes. Pero es necesario que aun este pequeño número quiera y sepa querer.

Para ayudarle a conocer, a comprender las exigencias de la acción que se impone, hemos escrito estas líneas.



(1) L'Eglise et la Cité, pág. 44. A la venta en el C. L. C., 49, rue des Rénaudes, Paris-XVIIe. Hay una traducción española de esta obra, con el título “El Baluarte”, Barcelona, 1962, ed. Publicaciones Cruzado Español. 

(2) Escrito en 1956 con referencia a 1717, fecha del gran desarrollo de la Masonería moderna. 

(3) Cf. Lucas 22, 50-53 —Mateo 26, 50-53—. “Mas ahora es la hora y el poder de las tinieblas”... “Y habiéndosele acercado, pusieron la mano sobre Jesús y le asieron. Y he aquí que uno de los que estaban con Jesús, levantando la mano 
desenvainó la espada y golpeando al servidor del Sumo Sacerdote le cortó la oreja. Entonces Jesús le dijo: “Vuelve tu espada a su vaina. Porque todos los que usan la espada perecerán por la espada. ¿No crees tú que yo podría recurrir a 
mi Padre, que me enviaría inmediatamente más de doce legiones de ángeles?”... 

(4) Jefe de los Iluminados de Baviera. 












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domingo, 29 de junio de 2014

Reproducimos aquí esta declaración ya que consideramos que la pésima situación en que se encuentra nuestra Patria es debida a que, habiéndose abandonado la Guerra Cristera a instancias de ciertos obispos y habiendo el Concilio Vaticano II propugnado por el destronamiento de Cristo, la única salida que tenemos para recuperarnos es volver a proclamar a Cristo Rey. 

Declaración con ocasión del XXV aniversario de las consagraciones episcopales 

(30 de junio de 1988 – 27 de junio de 2013)

27-06-2013  


  1. Con ocasión del XXV aniversario de las consagraciones, los obispos de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X expresan solemnemente su gratitud a Mons. Marcel Lefebvre y a Mons. Antonio de Castro Mayer por el acto heróico que realizaron el 30 de junio de 1988. En particular quieren manifestar su gratitud filial a su venerado fundador, quien, después de tantos años de servicio a la Iglesia y al Romano Pontífice, no dudó en sufrir la injusta acusación de desobediencia para salvaguardar la fe y el sacerdocio católicos.
  2. En la carta que nos dirigió antes de las consagraciones, escribía: “Os conjuro a que permanezcáis unidos a la Sede de Pedro, a la Iglesia romana, Madre y Maestra de todas las Iglesias, en la fe católica íntegra, expresada en los Símbolos de la fe, en el catecismo del Concilio de Trento, conforme a lo que os ha sido enseñado en vuestro seminario. Permaneced fieles en la transmisión de esta fe para que venga a nosotros el Reino de Nuestro Señor.” Esta frase expresa la razón profunda del acto que habría de realizar: “para que venga a nosotros el Reino de Nuestro Señor”, adveniat regnum tuum!
  3. Siguiendo a Mons. Lefebvre, afirmamos que la causa de los graves errores que están demoliendo la Iglesia no reside en una mala interpretación de los textos conciliares – una “hermenéutica de la ruptura” que se opondría a una “hermenéutica de la reforma en la continuidad” -, sino en los textos mismos, a causa de la inaudita línea escogida por el concilio Vaticano II. Esta línea se manifiesta en sus documentos y en su espíritu: frente al “humanismo laico y profano”, frente a la “religión (pues se trata de una religión) del hombre que se hace Dios”, la Iglesia, única poseedora de la Revelación “del Dios que se hizo hombre” quiso manifestar su “nuevo humanismo” diciendo al mundo moderno: “nosotros también, más que nadie, tenemos el culto del hombre” (Pablo VI, Discurso de clausura, 7 de diciembre de 1965). Mas esta coexistencia del culto de Dios y del culto del hombre  se opone radicalmente a la fe católica, que nos enseña a dar el culto supremo y el primado exclusivo al solo Dios verdadero y a su único Hijo, Jesucristo, en quien “habita corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col. 2, 9).
  4. Nos vemos obligados a comprobar que este Concilio atípico, que solo quiso ser pastoral y no dogmático, ha inaugurado un nuevo tipo de magisterio, desconocido hasta entonces en la Iglesia, sin raíces en la Tradición; un magisterio empeñado en conciliar la doctrina católica con las ideas liberales; un magisterio imbuido de los principios modernistas del subjetivismo, del inmanentismo y en perpetua evolución según el falso concepto de tradición viva, viciando la naturaleza, el contenido, la función y el ejercicio del magisterio eclesiástico.
  5. A partir de ahí, el reino de Cristo deja de ser el empeño de las autoridades eclesiásticas, aunque estas palabras de Jesucristo: “todo poder me ha sido dado  sobre la tierra y en el cielo” (Mt. 28, 18) siguen siendo una verdad y una realidad absolutas. Negarlas en los hechos significa dejar de reconocer en la práctica la divinidad de Nuestro Señor. Así, a causa del Concilio, la realeza de Cristo sobre las sociedades humanas es simplemente ignorada, o combatida, y la Iglesia es arrastrada por este espíritu liberal que se manifiesta especialmente en la libertad religiosa, el ecumenismo, la colegialidad y la nueva misa.
  6. La libertad religiosa expuesta por Dignitatis humanae, y su aplicación práctica desde hace cincuenta años, conducen lógicamente a pedir al Dios hecho hombre que renuncie a reinar sobre el hombre que se hace Dios, lo que equivale a disolver a Cristo. En lugar de una conducta inspirada por una fe sólida en el poder real de Nuestro Señor Jesucristo, vemos a la Iglesia vergonzosamente guiada por la prudencia humana, y dudando tanto de ella misma que ya no pide a los Estados sino lo que las logias masónicas han querido concederle: el derecho común, en el mismo rango y entre las otras religiones que ya no osa llamar falsas.
  7. En nombre de un ecumenismo omnipresente (Unitatis redintegratio) y de un vano diálogo interreligioso (Nostra Aetate), la verdad sobre la única Iglesia es silenciada; de igual modo, una gran parte de los pastores y de los fieles, no viendo más en Nuestro Señor y en la Iglesia católica la única vía de salvación, han renunciado a convertir a los adeptos de las falsas religiones, dejándolos en la ignorancia de la única Verdad. Este ecumenismo ha dado muerte, literalmente, al espíritu misionero con la búsqueda de una falsa unidad, reduciendo muy a menudo la misión de la Iglesia a la transmisión de un mensaje de paz puramente terreno y a un papel humanitario de alivio de la miseria en el mundo, poniéndose así a la zaga de las organizaciones internacionales.
  8. El debilitamiento de la fe en la divinidad de Nuestro Señor favorece una disolución de la unidad de la autoridad en la Iglesia, introduciendo un espíritu colegial, igualitario y democrático (cf. Lumen Gentium). Cristo ya no es la cabeza de la cual todo proviene, en particular el ejercicio de la autoridad. El Romano Pontífice, que ya no ejerce de hecho la plenitud de su autoridad, así como los obispos, que – contrariamente a las enseñanzas del Vaticano I – creen poder compartir colegialmente de manera habitual la plenitud del poder supremo, se colocan en lo sucesivo, con los sacerdotes, a la escucha y en pos del “pueblo de Dios”, nuevo soberano. Es la destrucción de la autoridad y en consecuencia la ruina de las instituciones cristianas: familias, seminarios, institutos religiosos.
  9. La nueva misa, promulgada en 1969, debilita la afirmación del reino de Cristo por la Cruz (“regnavit a ligno Deus”). En efecto, su rito mismo atenúa y obscurece la naturaleza sacrificial y propiciatoria del sacrificio eucarístico. Subyace en este nuevo rito la nueva y falsa teología del misterio pascual. Ambos destruyen la espiritualidad católica fundada sobre el sacrificio de Nuestro Señor en el Calvario. Esta misa está penetrada de un espíritu ecuménico y protestante, democrático y humanista que ignora el sacrificio de la Cruz. Ilustra también la nueva concepción del “sacerdocio común de los bautizados” en detrimento del sacerdocio sacramental del presbítero.
  10. Cincuenta años después del concilio , las causas permanecen y siguen produciendo los mismos efectos, de suerte que hoy aquellas consagraciones episcopales conservan toda su razón de ser. El amor por la Iglesia guió a Mons. Lefebvre y guía a sus hijos. El mismo deseo de “transmitir el sacerdocio católico en toda su pureza doctrinal y su caridad misionera” (Mons. Lefebvre, Itinerario espiritual) anima a la Fraternidad San Pío X en el servicio de la Iglesia, cuando pide con instancia a las autoridades romanas que re-asuman el tesoro de la Tradición doctrinal, moral y litúrgica.
  11. Este amor por la Iglesia explica la regla que Mons. Lefebvre siempre observó: seguir a la Providencia en todo momento, sin jamás pretender anticiparla. Entendemos que así lo hacemos, sea que Roma regrese de modo rápido a la Tradición y a la fe de siempre – lo que restablecerá el orden en la Iglesia – , sea que se nos reconozca explícitamente el derecho de profesar de manera íntegra la fe y de rechazar los errores que le son contrarios, con el derecho y el deber de oponernos públicamente a los errores y a sus fautores, sean quienes fueren – lo que permitirá un comienzo de restablecimiento del orden. A la espera, y frente a esta crisis que continúa sus estragos en la Iglesia, perseveramos en la defensa de la Tradición católica y nuestra esperanza permanece íntegra, pues sabemos con fe cierta que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt. 16, 18).
  12. Entendemos, así, seguir la exhortación de nuestro querido y venerado padre en el episcopado: “Queridos amigos, sed mi consuelo en Cristo, permaneced fuertes en la fe, fieles al verdadero sacrificio de la misa, al verdadero y santo sacerdocio de Nuestro Señor, para el triunfo y la gloria de Jesús en el cielo y en la tierra” (Carta a los obispos). Que la Santísima Trinidad, por intercesión del Inmaculado Corazón de María, nos conceda la gracia de la fidelidad al episcopado que hemos recibido y que queremos ejercer para honra de Dios, el triunfo de la Iglesia y la salvación de la almas.


Ecône, 27 de junio de 2013, en la fiesta de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro

Mons. Bernard Fellay
Mons. Bernard Tissier de Mallerais
Mons. Alfonso de Galarreta

(fuente : FSSPX/MG – DICI June 27, 2013)

sábado, 9 de junio de 2012

Antecedentes Históricos. de la Cristiada (continuación)

Aproximándose tan importantes elecciones en México y viéndose a todas luces que quienes efectivamente tienen el poder han decidido imponernos a Andrés Manuel López Obrador  (parece ser que a Enrique Peña Nieto, no obstante estar apoyado por al brazo PRIista de la misma conjura, ya lo han dejado abandonado a merced de las fieras)  he considerado necesario seguir publicando   por partes este artículocon el propósito de recordarles a nuestros compatriotas lo que puede suceder de llegar los comunistas, socialistas y demás ateos,  anticatólicos y enemigos de la moral, radicales o moderados, cobijados ahora por  el Partido de la Revolución Democrática, a ostentar el poder en nuestra querida y sufrida Patria



Traducido del inglés por Roberto Hope, de artículo publicado por Gary Potter en
www./catholicism.org/valor-betrayal-cristeros.html




Antecedentes Históricos.

Pasemos ahora a los antecedentes históricos que prometimos exponer

Los americanos que no estén familiarizados con la historia de Europa ni con la de su propio hemisferio, mas que en términos muy generales, supondrán que cuando Hernán Cortés llegó a México en 1519 con su pequeña banda de conquistadores lo hizo bajo la égida de la Corona Española. Así fue, pero hay más que eso. El que el Penacho de Moctezuma esté en un museo de Viena y no en uno de Madrid muestra mejor el cuadro. El soberano de Cortés era el Emperador Carlos V. Carlos gobernaba España porque esa tierra era entonces parte del Imperio (el Sacro Imperio Romano Germánico), pero no fue hasta 1556 que esa tierra llegó a ser una nación como las entendemos actualmente. Fue en 1556 cuando Carlos, deseando pasar los últimos años de su vida en un monasterio, dividió el Imperio renunciando a la dignidad imperial. Su hermano Fernando fue quien la asumió. España y los dominios del Hemisferio Occidental, incluyendo México, fueron asignados al hijo de Carlos, Felipe, conocido en la historia como Felipe II, un gran monarca por su propio derecho.

La teoría del Imperio era que La Iglesia y el Estado, el Papa y el Emperador, colaborarían juntos en forma armoniosa por su paz y prosperidad con el fin de que sus súbditos se mantuvieran tan cercanos a Dios como fuera posible. Los escritores han tratado de describir esta armonía de diversas maneras. Por ejemplo, el Imperio ha sido asemejado a un tren sobre una vía, los rieles representando a la Iglesia y sus enseñanzas, que guían al Imperio. Yo prefiero ver al Imperio como un barco: El emperador va al timón, el Papa va de vigía en la cofa, atento a los escollos y listo para lanzar una advertencia cuando divisa alguno. En toda la historia no se ha intentado una forma de gobierno más ideal que esa.

Desafortunadamente, varias veces a lo largo de los siglos, el Emperador o el Papa, el uno o el otro, han querido actuar al mismo tiempo como timonel y como vigía, creando tensiones entre la Iglesia y el Estado. En ocasiones la tensión se ha converido en conflicto. A ese grado llegó en 1527, cuando las tropas de Carlos V saquearon Roma. (Carlos no buscaba el pillaje, pero sus generales fueron incapaces de evitarlo.)

Felipe y los reyes de España que lo sucedieron verían épocas de tensión y de conflicto declarados entre la Iglesia y el Estado, como lo habían tenido y lo habrían de tener varios Emperadores. Al final, fue el estado el que prevaleció en España, aunque nunca al grado extremo en que eso sucedió en otras naciones. España no fue como Francia, con el desastre del Galicanismo, ni como el Imperio bajo José II. Mucho menos se asemejaría a Inglaterra, donde el monarca, Enrique VIII, simplemente se declaró Cabeza de la Iglesia en ese reino.

Todo esto nos interesa porque, como resultado de ello, durante los tres siglos en que México fue español. la iglesia de México fue generalmente obsequiosa de la Corona, aun cuando su posición no se expresaba en esos términos. Más bien se presentaba que la Iglesia gozaba de la protección del "Real Patronato" (término que en efecto se usaba) de la corona. Debe decirse que, por su parte, la Iglesia no encontraba su posición demasiado objetable, ya que el Real Patronato le garantizaba derechos que en ninguna parte del mundo goza ella hoy en día. El Rey podía nombrar obispos, ciertamente, pero a ninguna secta se le permitía ejercer en público lo que, hablando objetivamente, es el exclusivo derecho de la Iglesia hacer: declarar cuándo una enseñanza religiosa es cristiana y cuándo no lo es. Llegaría el momento en que la  Revolución en México, sapiente de la historia pasada y negando la inmensa diferencia entre una corona católica y un estado puramente secular y anti-religioso que estaba erigiendo, trataría primero de hacer la Iglesia servil al Estado y luego, de eliminarla por completo.

Monarquía independiente

El intento no comenzó inmediatamente después de que el País obtuviera su independencia de España en 1821, Eso fue porque en esa época los revolucionarios no estaban al mando todavía. De hecho, los hombres que primero dirigieron el México independiente eran muy conservadores y casi cada uno de ellos, monarquista, Fue en la misma España donde los liberales habían llegado al poder. Los mexicanos, con el apoyo de los obispos del País, buscaron la independencia precisamente por esa razón. Una vez lograda, no habiendo encontrado un príncipe extranjero que los gobernara, voltearon hacia un hombre de sus propias filas, Don Agustín de Iturbide, a quien proclamaron emperador. Así pues, el primer gobernante del México independiente fue un monarca católico. Los libros de historia que llegan a mencionar este episodio hablan usualmente de que Agustín I — el nombre que él tomó — se declaró a sí mismo emperador, cual si fuera otro Bonaparte. Al contrario, fue ungido canónicamente por el Arzobispo de Guadalajara.

Debe recordarse en este punto, que en ese entonces México era el doble del tamaño del país que ha existido desde 1848. Texas, California, y todo el resto de los Estados Unidos que los norteamericanos llaman ahora el Southwest — todo eso era parte de México. El tener a un monarca católico ocupando tanta porción de su Norteamérica puso muy incómodos a los protestantes que dominaban en los Estados Unidos, una república liberal. Aun un México independiente que hubiera nacido como una república de carácter católico en vez de liberal, habría sido inaceptable para ellos. La visión católica de lo que debería ser una sociedad era muy distinta de la suya. Con el tiempo, habrían de actuar para eliminar la amenaza que ellos percibían de un poder católico desafiando al suyo, lo cual hicieron arrebatando la mitad de México por la fuerza de las armas y luego fortaleciendo la Revolución una vez que ésta se instaló en lo que quedaba del País. Por lo pronto, maquinar la caída del Emperador Agustín era su primer asunto a tratar.

Traición Masónica

Esto no fue difícil dada la fragilidad que siempre caracteriza a las instituciones de una nación que apenas está naciendo — y en México no fue más que en otras partes —. En 1823, Agustín I partió a su exilio en Italia, y se proclamó la República. (Al año siguiente, creyendo que todavía podía servir a su patria e ignorando que había sido sentenciado a muerte, Agustín volvió; fue arrestado a su llegada y fue fusilado,) Entonces fue cuando el vecino del norte pudo ponerse a trabajar en serio. Si el objeto era minar la nación como católica, la antigua Catholic Encyclopedia (1913) explica sucintamente cómo comenzó a lograrse:

"La masonería, tan activamente promovida en México por el primer embajador de los Estados Unidos, Joel L. Poinsett, comenzó a socavar gradualmente la lealtad que tanto los gobernantes como los gobernados manifestaban a la Iglesia. Poco a poco se fueron promulgando leyes contra la Iglesia, limitando sus derechos, como sucedió, por ejemplo, en 1833, excluyendo a los clérigos de las escuelas públicas, no obstante el hecho de que en esa época el presidente Don Valentín Gómez Farías reclamaba para el gobierno republicano los mismos privilegios que había tenido el patronato real, con la facultad de designar ocupantes de las sedes episcopales vacantes y de gozar de otros beneficios eclesiásticos.."

Aun con el riesgo de darle demasiado espacio en este resumen de los antecedentes históricos de La Cristiada, la referencia que la Encyclopedia hace a la masonería sugiere la necesidad de hacer algún comentario acerca del papel que juega en México esta fuerza particular del naturalismo organizado, especialmente porque la referencia deja claro que ese ha sido un papel central.

Conceder su centralidad parecería contradecir la opinión expresada al principio de que el éxito de la Revolución se debe más a nuestra propia naturaleza caída que a las acciones de este o de aquel grupo u organización. Sin embargo reconocimos que las fuerzas del naturalismo organizado, incluyendo la masonería, han tenido una parte importante que jugar en impulsar el "avance" de la Revolución. En ninguna parte ha sido el caso tan notorio como en México. Usualmente, la masonería puede percibirse tras bambalinas en Francia en 1789, en la fundación de la República liberal de los Estados Unidos, en Rusia en 1917. Pero en México ha permanecido al frente y al centro.

Para dar un ejemplo; tan recientemente como en 1979, cuando el Papa Juan Pablo II visitó México en su primer viaje al extranjero como Sumo Pontífice, varias logias del País pagaron anuncios de plana completa, todos a su propio nombre, en los periódicos de la Ciudad de México, protestando por la visita y presagiando funestas consecuencias.

Lo que sea su poder e influencia en los Estados Unidos, los masones de ese país jamás han sido así de abiertos para exhibirse a sí mismos ni para mostrar qué es lo que verdaderamente buscan.

(Desde el punto de vista masónico, lo que ha sucedido desde la primera visita del papa a México ha sido fatal. No sólo es ahora legal que los sacerdotes se pongan el cuello clerical, se les ha dado el derecho de voto. Todavía peor, un católico practicante, Vicente Fox, ha llegado a la Presidencia de la República. Más aún, ha declarado que en su juventud fue inspirado por historias de valor de los Cristeros.)

Si la masonería comenzó a constituir una fuerza en la vida política de México tan pronto como el primer enviado de los Estados Unidos llegó al País, para los años veintes del siglo XX, ya lo era en un grado mucho mayor. Esto fue reconocido por Emilio Portes Gil, designado personalmente por Calles, cuando llegó a  presidente en 1929 y declaró: "En México, el Estado y la Masonería son una misma cosa."

Si ese era el caso con el Estado Mexicano, era inevitable que de la misma manera lo fuera mucho con el Ejército Mexicano

Típico de sus oficiales fue el General Joaquín Amaro, Ministro de Guerra en la época de la Cristiada. Hubo una ocasión infame en sus años de ministro cuando sus colegas oficiales y masones le hicieron una fiesta en la Iglesia de San Joaquín en la Ciudad de México el día de su santo. La fiesta incluyó la actuación de una parodia sacrílega de la Santa Misa, con todo y champaña tomada en los cálices.

(No tan típico fue que el General Amaro se hubiera convertido a la Fe Católica hacia el final de su vida. Algunos dirán ahora probablemente que fue muy a propósito el que haya legado su muy extensa biblioteca de literatura anti-católica a los jesuitas.)

(continuará)

lunes, 4 de junio de 2012


Valor y Traición -- Los Antecedentes Históricos y la Historia de los Cristeros
(continuación)

Aproximándose tan importantes elecciones en México y viéndose a todas luces que quienes efectivamente tienen el poder han decidido imponernos a Andrés Manuel López Obrador, he considerado prudente continuar publicando  este artículo por partes, con el propósito de recordarles a nuestros compatriotas lo que puede suceder de llegar los comunistas, socialistas y demás radicales ateos, anticatólicos y enemigos de la moral, cobijados ahora por  el Partido de la Revolución Democrática, a ostentar el poder en nuestra querida y sufrida Patria


Valor y Traición -- Los Antecedentes Históricos y la Historia de los Cristeros

Traducido del inglés por Roberto Hope, de artículo publicado por Gary Potter en
www./catholicism.org/valor-betrayal-cristeros.html

(Continuación)
Beato Miguel Pro

Decir que la rebelión no fue realmente encabezada por la LNDLR o la ACJM no es para menospreciar a los hombres de esas organizaciones. Ya hemos dicho que algunos de ellos pagaron, aun con su vida, por su fidelidad a la Fe, y así lo hicieron otros por estar vinculados con ellos por parentesco o amistad. Consideren el martirio del Padre Pro, fusilado — muchos lectores habrán visto fotografías de su fusilamiento — por un pelotón de fusilamiento en el cuartel de la policía en la Ciudad de México el 23 de noviembre de 1927.

Aun cuando él no era un miembro activo de la LNDLR, sus dos hermanos, Humberto y Roberto, lo eran. (Durante los meses que pasó en la clandestinidad en la Ciudad de México, el Beato Pro condujo una especie de bolsa de conferencistas para la Liga.) El 13 de noviembre de 1927 hubo un intento de asesinar al Gral. Álvaro Obregón. (Él y el presidente en turno, Plutarco Elías Calles, eran los dos personajes que dominaban la vida política de México en los años 20's, alternando el poder entre ellos en una diarquía que en algo se asemejaba al gobierno de los co-emperadores que se dio en el Imperio Romano.) Los disparos lanzados a Obregón provenían de un auto prestado cuya propiedad pudo con facilidad rastrearse a la LNDLR. Uno de los presuntos asesinos frustrados fue un ingeniero electricista de 24 años llamado Luis Segura Vilchis, miembro activo de la ACJM. Los dirigentes de la LNDLR y de la ACJM ignoraban totalmente lo que Vilchis y sus compañeros se habían propuesto hacer, pero cuando finalmente fue arrestado, la policía tendió una redada para prender a otros miembros de la ACJM y de la LNDLR. Prendidos en la redada al ser cateaba la casa en que moraban juntos, fueron Humberto y su hermano sacerdote. De ninguno se cree que haya tenido nada que ver con el intento de asesinato. Como ya se dijo, el Beato Miguel ni siquiera era miembro de la LNDLR. Eso no le importó al tirano Calles. Tal era lo profundo de su anti-catolicismo, que estaba seguro de que el Beato Miguel tenía que haber sido el autor intelectual del intento de asesinato contra Obregón. Así entonces, ordenó la ejecución sin juicio previo de Vilchis, de los dos hermanos Pro, y de una cuarta persona, Juan Tirado. La policía había estado buscando al Beato Pro durante meses, pero si lo hubieran encontrado antes del 13 de noviembre su peor destino habría sido la expulsión del país. Fue el intento de asesinato de Obregón y la relación del Beato Miguel con la LNDLR por razón de su hermano, que hizo que fuera fusilado.

Dirigencia

Hemos mostrado como los miembros del LNDLR corrían verdadero riesgo aun cuando no anduvieran en los montes con los Cristeros. Debe decirse también  — y debe ser obvio — que si los campesinos-guerreros hubieran prevalecido militarmente, ni su valor como guerreros ni la pureza de sus corazones como católicos los hubiera equipado para formar y encabezar un gobierno nacional.

¿Quién entre ellos hubiera siquiera estado interesado en intentarlo? Una conciencia limpia, no arredrarse en la lucha, amar a sus mujeres y a sus hijos, levantar sus cosechas y quizás tener algo de beber y fumarse un cigarro al finar del día — tales habrían sido los intereses de los Cristeros cuando no eran guerreros. Hombres como esos, hombres serios saben sus límitaciones, Estos campesinos no eran como tantos de los americanos de ahora a quienes se les ha enseñado desde niños que "Tú puedes ser lo que tú quieras" y que se vuelven amargamente resentidos y con frecuencia se convierten en una amenaza cuando aprenden la verdad.

Cuando, en el curso de su rebelión, los Cristeros tomaban pueblos, luego regiones más extensas y eventualmente la totalidad de varios estados, no intentaron ellos mismos proveer el gobierno necesario para mantener los servicios básicos para los habitantes, como el mantener las escuelas abiertas, los alimentos disponibles, los transportes funcionando o cosas de ese tipo. Se alistaban a otros para administrar lo necesario: sacerdotes simpatizantes, oficiales amigos de bajo nivel, pequeños propietarios, profesores de escuela, empleados — esos hombres y otros como ellos — hombres con alguna educación o con preparación profesional. La formación de un gobierno nacional habría requerido hombres como los de la LNDLR.

Hay un punto más que asentar antes de pasar a los antecedentes históricos de la Cristiada.

Intenso Anti-Catolicismo

En algunos párrafos anteriores hicimos referencia al profundo anti-catolicismo del presidente Calles. El anti-catolicismo de que hablamos no es del tipo contra el cual la mayoría de nuestros lectores se topa en su vida cotidiana. Es el anti-catolicismo revelado por la Revolución (o "democracia") como inherente en ella cuando insiste en que los hombres deben vivir de conformidad con su propia voluntad en vez de la de Dios, como si Él no existiera. El anti-catolicismo de todos los días simplemente considera la Fe como algo malo o simplemente como demasiado controladora de la vida de quienes nos adherimos a ella. La Revolución no ve la Fe como algo simplemente malo sino como algo expresamente antagónico a ella. Es antagónica a la Revolución pero eso es irrelevante al punto que queremos hacer. El revolucionario, cuando es leal a sí mismo, no simplemente rechaza la fe; la odia, desea destruirla. "Ecrazes l'infame" gritó Voltaire. "Aplasten a la infame" refiriéndose así a la Iglesia.

Para darse cuenta de lo profundo del odio de la Revolución, y comprender contra qué luchaban los Cristeros, aquí van algunas líneas extraídas de un discurso dado por uno de los generales del Gobierno, J.B. Vargas en el pueblo de Valparaíso, Zacatecas:

"El clero perverso, compuesto por traidores a la Patria, y recibiendo órdenes de un dirigente extranjero que siempre está conspirando para provocar intervenciones extranjeras en México con el fin de asegurar su dominio y sus privilegios, es dañino porque su misión es brutalizar a la gente ignorante para poder explotarla y hacerla fanática hasta el punto de la idiotez, y engañarla inventando que los miembros del clero son representantes de Dios, para vivir de las masas indolentes e iletradas, que es donde los frailes ejercen su dominio. Basta con tener alguna idea de la terrible historia de la Inquisición para darse cuenta de que los sacerdotes y las casullas apestan a prostitución y crimen."

En cuanto a Calles, conviene tener una idea precisa de lo que lo motivaba ya que él era la misma encarnación de la Revolución en México. (De hecho, después de que Obregón hubiera desaparecido, la designación oficial de Calles era la de "Jefe Supremo de la Revolución.") El hombre fue descrito por Ernest Lagarde, charge d'affaires de la Legación Francesa en la época de la Cristiada. Según David Bailey, el embajador Dwight Morrow de los Estados Unidos consideraba a Lagarde el hombre mejor informado sobre el tema [de las relaciones Iglesia.Estado] en México. Lagarde escribió sobre el Presidente de la República:

"Calles era un adversario apasionado y violento de la Iglesia Romana, no porque quisiera prevenir a ésta de extender su influencia y poder, sino porque había decidido extirpar la Fe Católica del territorio mexicano. Lo que era tan fundamental en su carácter era el ser un hombre de principios, poseído de una energía que rayaba en la obstinación y en la crueldad, y estaba preparado para atacar no sólo a las personas sino también los principios y la institución misma, y a imponer el sistema de gobierno que, como resultado de sus convicciones filosóficas, él apoyaba, el cual condenaba como desastrosa económica y políticamente la misma existencia de la iglesia."

(continuará)